Una vida monolítica, sin cambios, notas altas y bajas, autovías de grandes rectas y sin baches que sortear, es algo que personalmente me sumiría en la apatía. No digo que no pueda estar bien y seguro que hay personalidades incompatibles con el cambio o los desafíos. Pero generalmente, al menos por mis conclusiones basadas en la conversación sincera y observaciones de otras personas, estas vidas planas se deben más al temor que a la plácida comodidad. Me encanta cagarme de miedo por algo que quiero pero que también temo. Temores derivados de la natural incertidumbre que nos acompaña en nuestro existir pero que también son la sal de la vida. Porque sin incertidumbre, sabiendo de antemano el resultado y las consecuencias ¿dónde estaría el sabor de la vida?
Quizás lo más difícil del asunto esté en discernir dónde acaba lo intrépido y comienza lo temerario. Eso, supongo que lo da la experiencia y la sabiduría adquirida mediante la exposición a la famosa “zona desconocida”, las notas en la memoria que dejan las huellas de los errores y de las decisiones que solo persiguen quizás, la consecución de la satisfacción inmediata. Realmente no lo sé, hasta pueda que la diferencia entre intrepidez y temeridad sea el resultado final. Como el gato de Schrödinger cuyo estado de vida o muerte coexisten a la vez y no se determina por uno de ellos hasta abrir la caja. Pero en esencia, creo que el ser humano es un animal de cambios e inconformista por naturaleza, aunque distingo entre ese inconformismo y la ambición enfermiza que nos separa y enfrenta.
Atrévete, aunque sea en esas pequeñas cosas que no haces por temor. Sentirás una sensación extraña, la sensación de estar vivo.
Betelgeuse.